Para aquellos avezados en la lectura o que al menos conozcan algo de la obra
de Dante Alighieri, el título mismo de la obra debería funcionar como un resorte, una
reminiscencia a futuro de aquello que vamos a presenciar sobre el escenario. Porque
el título de esta obra “abandonemos toda esperanza” remite al original “abandonen
toda esperanza” que remite, a su vez, a la primera parte de la frase que se puede leer
en el portón de ingreso al Infierno según lo narrado por el autor italiano en su brillante
La Divina Comedia. Así como en la puerta de ingreso a Auswitch y otros campos de
concentración durante la Alemania Nazi podía leerse la irónica frase Arbeit Macht Frei
- el trabajo libera o el trabajo los libera -, en la puerta de ingreso al Infierno dantesco
podía leerse en forma de advertencia Lasciate ogni speranza, voi entrate -
Abandonen toda esperanza, quienes aquí entran -. Entonces, como espectadores, ya
estamos advertidos y se sabe que el que avisa no traiciona.
Esta obra que, confieso, me sorprendió por lo excelente y parejo de todas las
actuaciones, nos sumerge en un verdadero tártaro. Estamos en Argentina alrededor
de 1930 - lo que se conocerá históricamente como La década infame por el nivel de
corrupción en las altas esferas del poder - y una familia que parece haber pertenecido
a la clase acomodada, se hunde en la mayor de las miserias por la ineptitud de todos
sus componentes pero, sobre todo, por la ludopatía del padre. La radiografía de esta
familia resulta una excelente crítica de clase digna de un anarquista tal como era
Florencio Sánchez, el autor de la pieza original: parásitos sociales, vividores y
garroneros - como el padre mismo se y los autodefine -, tan incapaces de trabajar
como de defender la Patria - “por mi, si quieren, que rifen el país”, dice la mayor de las
hermanas - o de tener consideración hacia el eslabón más débil de la cadena: la fiel
mucama. En definitiva, una familia cuyos integrantes parecen estar de acuerdo en que
lo mejor es vegetar, parasitar, engañar y estafar a quien se cruce, antes que tomar una
pala y colocarse un mameluco. Los únicos que parecieran oponerse a esta conducta
son el hijo mayor de la familia y su esposa que regresan a Buenos Aires luego de un
fracasado viaje laboral a Comodoro Rivadavia y que se mudan a la casa familiar con la
intención de enderezarles el rumbo y la madre, quien a duras penas es la que intenta
que la familia siga a flote.
Como ya dije, las actuaciones son algo para destacar pero, sin duda, no son lo
único. Una puesta en escena austera pero muy acorde a lo que es o supo ser esa
familia, un vestuario excelente y una dirección también muy buena: los movimientos de
los personajes ocupando todos los espacios de los que dispone la sala, la
superposición de diálogos en los pasajes de escena a escena con tonos y expresiones
típicas de aquellas épocas que resultan sumamente naturales y una ruptura constante
de la cuarta pared que no choca ni molesta, dan a la obra una dinámica muy original
que avanza sin pausa pero sin dejar a nadie rezagado.
Para muestra basta un botón. “Los Acuña no toman mate” le dice la madre a
Eduardito - uno de sus hijos, el neurasténico -. Frase portadora de un simbolismo
intangible que representa la ideología o más bien el modus vivendi de esta familia en
particular aunque adecuable a una nada despreciable porción de la población
argentina tanto de ayer, como de hoy y de siempre. La obra transcurre en una especie
de seguir siendo, de volver a ser o, directamente, de ser, aquello que ya no se es o
que nunca se fue en una especie de reformulación irónica del serás lo que debas ser o
no serás nada. En este sentido no resulta nada difícil de entender aquello que se
plantea desde estas líneas: hay una gran cantidad de entre nosotros que se ha
acostumbrado a mirar al otro lado del charco buscando un espejo que no nos refleja.
Vivimos, arrastrados por las clases aspiracionales, en un wannabe constante, en un
intento de ser eterno que nunca llega al final y que resulta sumamente negativo para
una construcción identitaria nacional. Nos sentimos más hermanos de España que de
Bolivia, más cercanos a Italia que a Paraguay y ni hablar puertas adentro: los porteños
se ven así mismos más cercanos a un francés que a un santiagueño. Es esta
intencionalidad de ser algo que no somos lo que nos destruye, porque lo que dice la
frase es claro: Serás lo que debas ser o no serás nada, a lo que nuestra respuesta
histórica siempre fue la misma que la de casi toda esta familia:
Entonces no seremos nada.