No puedo más que recomendarla y recomendarlas. Una vez más el San Martín da en el clavo con su elección y eso no puede más que deberse al pelado que está ahí, con su cabeza brillante, sentado en las escaleras como cualquier hijo de vecino.
Aunque el pronóstico haya dicho que las lluvias van a venir recién mañana, el
cielo nocturno, blanco pálido, amenaza con desmoronarse de un momento a otro.
Todavía no sé que las lluvias efectivamente van a venir y se van a quedar por seis
días y seis noches, haciendo a las paredes de mi casa transpirar humedad de manera
incesante. Tampoco sé que, sentado en mi butaca, voy a pensar en esa bóveda
plateada cernida amenazante sobre la calle Corrientes como el cielo mismo de la obra:
un cielo de guerra, de posguerra, de ruinas, juramentaciones y venganzas.
Sala Casacubierta. Ni L. ni yo estamos de humor para probar el champagne -
cosa extraña en nosotros - que nos ofrecen tan ceremoniosamente. Puede que sea el
clima, aunque puede que sea también la expectativa de sentarnos frente a una obra
de tres horas de duración un viernes a la noche. El riesgo de dormirse es alto. La sala
está llena en no más de un 60% y me extraña. Boy Olmi y Osmar Nuñez en el mismo
escenario son garantía de disfrute, de los más cercanos a la panacea teatral que se me
pueda ocurrir. Aprovechamos, nos movemos y nos sentamos donde no nos
corresponde: en el medio del medio. Intuyo que está reservado, no se me ocurre otro
motivo por el cual ese lugar pueda estar vacío y sin embargo nos hacemos los osos.
Las luces se apagan e instantes antes de que empiece la obra aparece esa calva
inconfundible y lustrosa, al mejor estilo bowling cuyo portador no es otro que el ex Jefe
de Gobierno y actual Director General del Teatro San Martín J.A. Telerman. Nos mira y
lo miramos, se acerca la acomodadora para asistirlo y nos señala, J.A. hace lo mismo.
Bajo la mirada y hundo mi nariz en el programa cuando escucho la inconfundible voz
de Núñez que explota desde el escenario con un marcadísimo acento en alemán.
Claro, es Strauss. Richard Strauss. Que mientras intenta recuperar el fuego de la
creación, debe aprender a navegar por el torrentoso río del nazismo. Entonces miro a
mi izquierda y veo a J.A., con la caballerosidad que lo caracteriza, acomodarse su
lujoso traje y sentarse directamente en las escaleras. Chapeau.
La obra son en realidad dos - una especie de díptico teatral conformado en
primer término por Colaboración y luego por Tomar partido - escritas ambas por el
dramaturgo y guionista sudafricano Ronald Harwood (guionista, por ejemplo, de El
Pianista. Película ganadora del Oscar y dirigida por Roman Polanski) y que tratan de
abarcar en forma complementaria la relación de ciertos artistas de renombre primero
con el movimiento de Adolf Hitler y luego con la coalición de los Aliados. Resulta,
parece decir Harwood, que si la situación de los artistas alemanes era verdaderamente
paupérrima bajo el régimen nacionalsocialista, no resultaba mucho mejor bajo el
régimen de las Aliados sobre todo en la época de los procesos de desnazificación. No
puede haber sido una mejor decisión ofrecer estas dos obras en continuado. Si bien
hay un distancia de trece años entre una y otra, funcionan como un clarísimo
contrapunto. Tal es así que si ambas obras alcanzan cierto nivel de genialidad se debe
más que a las obras en sí mismas, a la dialéctica que surge entre ellas. Una dialéctica
tan potente, que promete a uno dejarlo pensando por varios días.
En Colaboración, el excelso compositor Richard Strauss encuentra en el
famosísimo escritor judío Stefan Zweig una especie de alma gemela creativa. Luego
de años de sequía, ambos compondrán juntos la ópera La Mujer Silenciosa que sin
embargo llegará en el peor de los momentos: el nacimiento de la Alemania Nazi. Así,
mientras Zweig primero intenta resistir para luego finalmente exiliarse, Strauss
mostrará dos caras: defenderá a su amigo a ultranza incluso llegando a publicar su
autoría en aquella famosa ópera desafiando al mismísimo Goebbels, pero también
realizará varios encargos y ocupará cargos cada vez más preeminentes dentro de la
jerarquía nazi.
Por su parte, Tomar Partido se desarrolla temporalmente durante la época de
los vergonzosos procesos de desnazificación, en que los ejércitos Aliados se
dedicaban a detener a mansalva alemanes relativamente destacados con el fin
recabar información acerca de su nivel de participación durante el Tercer Reich. Todo
mediante prácticas, al menos, inmorales similares a la tortura psicológica. Los
protagonistas de esta historia son el Mayor estadounidense Steve Arnold y el
distinguido director de orquesta alemán, Wilhelm Furtwangler, quien es citado por el
primero para dar declaración en un destruido bunker en medio del más crudo invierno
teutón. Lo que nacerá entre ellos será una relación sumamente conflictiva donde lo
único que quedará claro serán los verdaderos motivos ocultos que empujaban a los
Aliados a realizar semejantes razzias.
Para otro capítulo queda el análisis verdaderamente enriquecedor que pueda
desprenderse de estas obras por separado, así como también en su conjunto. La
naturaleza del bien y del mal, el exilio, la venganza enceguecedora, el rol del artista
con su obra, el rol del artista con su entorno, todos temas que por sí solos pueden
alimentar una cena bien cargadita. No puedo más que recomendarla y recomendarlas.
Una vez más el San Martín da en el clavo con su elección y eso no puede más que
deberse al pelado que está ahí, con su cabeza brillante, sentado en las escaleras
como cualquier hijo de vecino.