Va semana y media y todavía no me senté a escribir ni un renglón para esta
crónica. Las horas pasan y las impresiones de la obra, como todo lo que está alojado
en mi cabeza, se difuminan lentamente.
Lo que queda son sólo algunos fragmentos
como estrellas titilantes o como burbujas próximas a romperse ante el menor contacto.
Desconectadas. Interconectadas. El olvido es una bendición; quizá no para las
sociedades, pero sí para el individuo. Procedimiento inconsciente que filtra
naturalmente y retiene sólo aquello que resulta útil. Es útil, sí, pero también un
misterio. Así como Dios obra de forma inescrutable también la memoria lo hace, sin
explicitar jamás los mecanismos que llevan a ciertas impresiones a permanecer en
nuestros recuerdos mientras otras caen irremediablemente en el vacío del olvido.
Ahora, ¿cómo es que el olor de la tarta de jamón y queso que mi mamá hizo durante
tantos años me puede resultar útil? Ahí radica el misterio. Quizá la finalidad de los
recuerdos no sea solamente la supervivencia de la especie en base a la experiencia
adquirida. Quizá la finalidad de los recuerdos sean también constituirnos a nosotros
como sujetos, una construcción “hacia adentro”: aquello que recordamos es aquello
que de una u otra manera conforma nuestros rasgos distintivos. Somos lo que
recordamos. Imagino que fue entre estas cavilaciones que el actor aunque artista
multidisciplinario Mauricio Dayub coescribió junto a Saba y a Abadi su segundo
unipersonal, El Equilibrista.
Somos las cajitas que elegimos abrir en nuestros cerebros. La sala estalla.
Dayub es, hace rato, uno de los actores más convocantes de la escena teatral. Toc-
Toc, su buque insignia, lleva más de 2500 funciones que la transformaron en la obra
que más tickets cortó y sigue cortando en la historia del teatro nacional. Acá, en esta
obra de su autoría y en su propia sala, Dayub juega a otro juego, juega a construirse.
Mediante una creativa puesta en escena que remite a los artistas itinerantes del
medioevo - viajantes en tránsito permanente, de poblado en poblado, portadores de
cajas repletas de toda clase de artilugios que les permitieran sorprender al público y
captar su atención -, su actuación y su plasticidad para saltar de un personaje a otro
recuerdan a los mejores, ya sea un Buster Keaton o un Charles Chaplin… y sin
embargo esto es sólo hablar de la superficie. Como propuesta, en su construcción, El
Equilibrista remite de alguna manera a la multipremiada película Boyhood de Richard
Linklater, donde a través de varios fragmentos en la vida de un joven, vemos como
ese niño va dando paso primero al adolescente y luego al adulto. Esas películas del
estilo “no pasa nada, pero mientras no pasa nada pasa todo”. Acá la situación la intuyo
similar. La frase que encabeza este párrafo es el hilo conductor y, si bien no creo que
esa decisión sea consciente del todo, sí creo que efectivamente nos configuramos a
partir de estas cajitas. Así Dayub abre las suyas trayendo al escenario cinco o seis
recuerdos desequilibrados - familiares o propios - sin más conexión entre ellos que él
mismo y que sin dudas ayudaron a constituir al sujeto que vemos ahí arriba frente a
nosotros. Un abuelo y dos tíos excéntricos, una primera ruptura amorosa y un
reencuentro familiar postergado por muchísimos años son parte de estas memorias.
Sentir es lo más importante de todo, sin importar si es real o no el motivo.
El teatro es terapia para el autor y catarsis para el espectador. Llegado el caso, eso es
lo máximo que se podría pedir. Termina el primer fragmento de la obra y L. me mira
con desconfianza. Claro, la entiendo. Como un tren que a causa de la neblina no ve la
estación que se encuentra al final de las vías, en El Equilibrista el recorrido puede
entenderse sólo en retrospectiva. Hay que llegar al cierre de este tour de force, para
entender qué de todo eso que vimos es lo que nos ha calado tan hondo, en qué
momento el sketch liviano y pasatista se transformó en humanista y existencialista. El
cierre de la obra desconcierta. Nadie pretendía llegar al final de la noche con un humor
tan sombrío, tan nostálgico, tan introspectivo y sin embargo ahí mismo, frente a
nuestros ojos, está la clave de todo, la esperanza: el hombre que se construyó en sus
recuerdos y que casi a sus sesenta años aprendió a caminar sobre el slackline para
pasar flotando entre nosotros, los espectadores, y ofrecernos el último gran truco del
equilibrista.