Lo importante es la objetividad, dice L. mientras estamos los dos tirados en la
cama, desnudos, con la vista clavada en la luz del ventilador que flickea.
No recuerdo muy bien a cuento de qué venía ese comentario, era muy temprano o muy tarde y
todavía no lográbamos ni conciliar el sueño ni despabilarnos. Hacía algunas horas
habíamos salido de El Taller de Omar - espacio cultural ubicado en las inmediaciones
de Palermo y levantado en la misma casa donde habitó el artista plástico Omar Lotito -
y todavía seguíamos dándole vueltas al asunto. ¿Cuál es mi trabajo? ¿Cuál es nuestro
trabajo? ¿Por qué debemos velar? ¿Por la honestidad intelectual? ¿Por la afluencia
masiva a las distintas salas, a los distintos espectáculos? En última instancia, ¿cómo
se preserva de mejor manera la fuente laboral de todas las personas implicadas en el
quehacer teatral? No es una pregunta menor en este contexto de crisis. Aunque de
nuevo, ¿es esta nuestra tarea? Habrá sido mera especulación la que incentivó el
comentario insomne de L... y sin embargo las dudas permanecen.
Lo que vimos hace algunas horas es Tío Vania, una de las obras más
importantes de la extensa carrera de Anton Chejov, escritor y dramaturgo ruso e
imagen aspiracional de muchos de los mejores escritores que han dado la literatura y
la dramaturgia universal. Maestro de maestros, Chejov se destacó a fines del siglo XIX
por retratar una Rusia cercana a la Revolución, empobrecida y eminentemente
campesina de forma cruda y realista, aunque con una mirada poética que lo
emparenta a cierta contemplación paternalista donde se manifiesta la comprensión e
incluso el cariño del autor por sus personajes. Sin embargo en esta versión de Carlos
Scornik - a la vez director y actor - algo ocurre: a través de una fuerte apuesta por la
comedia, la densidad temática de la obra se desvanece. El accionar casi clownesco de
algunos de los personajes que se suma a un exagerado acento de a ratos en español
neutro y de a ratos eslavo, desvían en varias oportunidades la atención del
espectador. Y sin embargo allí está la obra; en un espacio pequeño y acogedor, con
una veintena de sillas plásticas ordenadas en un semicírculo alrededor de un
escenario inexistente y con ocho actores que sudan a mares para entretenernos a lo
largo de una hora y media.
El conflicto familiar, la vida campesina, el desengaño, el
amor, el rechazo, son temas que están allí pululando y que se asoman a la superficie
de tanto en tanto sólo cuando logran romper con el tono cómico de la obra.
Así, lo más destacable emerge sobre el final de la obra donde se nos ofrece un
cierre circular en el que los protagonistas vuelven a las mismas ocupaciones previas a
que diera inicio la cascada de sucesos. Tal como si nada hubiera ocurrido, el
paréntesis que representa una alteración en la vida tediosa y rutinaria de los
protagonistas, se cierra y desaparece como si tal cosa nunca hubiera ocurrido;
resignificando la historia a través de un sentido de la absurda, dicho sea de paso, base
narrativa de muchas de las películas de los hermanos Coen. Con la obra concluida el
paralelismo, aunque alejado en el tiempo, debería resultar claro: La ausencia de arco
dramático - crecimiento físico o mental que deben atravesar los personajes - o de
aprendizaje, refleja cierta imposibilidad de transformación y de evolución, no sólo en
ellos, sino también en aquella Rusia zarista y prerrevolucionaria. Sin embargo, aquí
Scornick somete particularmente esta idea a tensión cuando finalizada la obra este
estancamiento simbólico de los personajes, se ve confrontado por imágenes
audiovisuales de la Revolución Bolchevique que se llevaría a cabo tan solo 15 años
después.
Las luces que nunca se apagaron se mantienen encendidas y todos nos
levantamos de nuestras sillas mientras los personajes se despiden cantando a
capella. Atravesamos la puerta del Taller y nuestro propio paréntesis - el de L. y mío -
se cierra. Sólo el tiempo dirá si lo que acabamos de vivir será un nuevo paréntesis
absurdo chejoviano o si de verdad será uno que logre transformarnos.