Espacio Polonia abrió las puertas para la segunda temporada de Un rincón en el
mundo. Una obra que más allá de ciertas falencias debería ser de visión obligada
para aquellos que disfrutan del teatro de buena calidad y comprometido con temas
de la más candente actualidad.
Por gracia y desgracia, no deben ser muchas las obras - en cualquier formato -
que logren movilizar al receptor de la manera que Un rincón en el mundo nos movilizó
a L. y a mí. Debió haber sido extraño vernos a ambos atravesar de la mano, en un
estoico silencio, las calles de Avenida Córdoba mientras a duras penas conteníamos las
lágrimas y luchábamos por esbozar algún comentario que no nos quebrara la voz.
Tiene que ser un logro de todos los componentes que hacen la obra que, a pesar de
algunas serias fallas en los diálogos que los vuelven demasiado acartonados y
explicativos - como si lo que se buscara fuera "bajar línea" - logren movilizar al
espectador de la forma en la que lo hizo con nosotros. Por supuesto que haber ido con
L., abogada especialista en temas de Género y Derechos Humanos, dotó a la obra de
una dimensión extra que de todas maneras no le debería quitar ni una cuota de valor
en sí mismo. Tanto así, que en retrospectiva creo que ambos llorábamos por
cuestiones distintas: yo por lo tremendo que me parecía lo que acabábamos de ver y
ella por lo poco tremendo que le parecía lo que acabábamos de ver. Esta intuición la
confirmo con ella ahora mismo quien, parada atrás mío, me explica que a diario
escucha casos que son mucho peores, pero que lamentablemente nunca hay nadie allí
cerca para transformarlos en arte. Me desmorono y sin fuerzas me hundo lo suficiente
como para no poder salir de este oscuro pozo de miseria ni siquiera con el uso de picos
y crampones.
Para ser claros desde el principio, Un rincón en el mundo es una de esas obras
que cada tanto aparecen en el off y lentamente se van transformando con el correr de
las funciones desde un murmullo lejano a una ola imparable de cuya recomendación,
nadie que frecuente el ambiente, puede quedar exento. Para muestra basta un
botón: cuando fuimos - primer función de su segunda temporada en el Espacio Polonia
- la sala estaba completamente llena. Una familia de pueblo disfuncional, cuyos
integrantes representan el cartón lleno de los conflictuados, son el andamiaje a través
del cual el autor veinteañero Gastón Cocchiarale nos propone pensar en varias
cuestiones relacionadas de una u otra manera con la autoaceptación y el quiebre
interno que significa superar el miedo al que dirán. De estos conflictos el que recibe
mayor atención -siendo la columna vertebral de la obra- es el de Barby, la hermana
menor, quien es acusada de intento de homicidio contra su esposo y sale de la cárcel
bajo fianza gracias al aporte de un tío algo sordo. Con su libertad se llevará a cabo una
reunión algo postergada entre las tres hermanas en la misma casa de pueblo en la que
seguramente alguna vez vivieron juntas y donde saldrán a la luz viejas rencillas nunca
resueltas, mientras intentan sonsacarle a la menor el motivo de su accionar.
Hasta acá la trama. No creo que valga la pena develar mucho más porque la
tensión resulta creciente y revelar, por ejemplo, cualquiera de los secretos escondidos
por ellas, podría resultar perjudicial para el espectador. Pero sí, quizá, detenerme en el
conflicto central de la obra que creo yo, resulta el punto más destacable de una obra
que de manera temeraria busca abarcar demasiado. La posición ambigua de Barby
frente su internado esposo resulta ser, en cierta forma, de comprensión e incluso de
compasión. No en vano, en principio, frente a la omnipresente pregunta por los
motivos que la llevaron a dispararle, responde escuetamente que porque me miraba
mal. Elije protegerlo, aunque sin correrlo del todo del centro de la escena,
manteniendolo como el ejecutor de una acción que en ella resultó desestabilizadora.
Podría haber dicho que él no hizo nada, que él era lo más bueno que había y sin
embargo dijo que la miró mal. De todos modos, ¿quién se atrevería a decir que en
cierto contexto una mala mirada no podría lastimar lo mismo que un puño o que un
insulto? Esta visión sesgada, dubitativa, ambigua que a veces tiene la víctima de
violencia de género sobre el victimario, lamentablemente resulta uno de los escollos
más difíciles de superar tanto para aquellos que desean ayudar como para la víctima
misma. La violencia ejercida por tiempo sostenido, tanto física como psicológica,
puede generar en la víctima la sensación de ser culpable y de merecer el maltrato
recibido tal y como ocurre en la obra. Así, este retrato que hace el autor sobre el
comportamiento de la víctima, me resulta sumamamente verosímil y por lo tanto
destacable. Hará falta mucho esfuerzo por parte de quienes la rodean para sacar
afuera aquella que ella guarda tan intensamente y que cuando lo haga será en forma
de un monólogo demoledor al que resultará muy difícil asistir sin derramar alguna
lágrima.