Ojalá pases media hora en el Cielo antes que el Diablo sepa que has
muerto.
Después de una larga espera de más de cuarenta minutos, estamos sentados
con L. en una posición inmejorable para ver una obra a la que le tenemos ganas desde
hace tiempo. No es que el tiempo nos corra, nos esperan después de la obra una cena
y un cumpleaños, nada importante. Pero la espera, la densa espera hace bullir mi
ansiedad como nada más puede hacerlo. Se me cierra el pecho y la cabeza arranca a
mil. Si existe el Infierno, tiene que ser un lugar lleno de colas interminables. Infinitas.
Así que por fin ahí estamos, sentados, lamentándonos por no habernos tomado la
última cerveza por culpa del apuro. Entonces las luces se apagan y frente a nosotros
aparece la humilde sala de estar de una casa en la que viven sólo dos personas: una
hija y su madre. Posicionemos: estamos en los primeros años de la década del 60, en
una Irlanda eminentemente campesina y asolada por la pobreza de posguerra. Tal es
así que - según se nos dice - una gran cantidad de jóvenes, emigran a Inglaterra o a
Estados Unidos en búsqueda de alguna mejora. Mientras tanto, en la casa, Madge y
Maureen, la madre y la hija, de setenta y cuarenta años, se han convertido en
enemigas despiadadas, la una de la otra, como consecuencia de una forzada
convivencia de décadas. Se molestan y se atacan dedicándose los peores insultos y
los peores deseos cara a cara, de forma sumamente explícita, aunque luego intenten
disimularlo con una carcajada. El rencor y el desprecio son lo que llena el vacío
aunque aún en menores cantidades que otro sentimiento subyacente: el miedo. El
miedo a la soledad de la madre y el miedo a romper el - en cierta medida - confortable
nido materno de la hija. En algún momento de la obra Maureen dice no sin cierta
resignación: "Es típico de Irlanda, siempre hay alguien que se va." Pero sin embargo
aquí en la obra no hay nadie que se vaya salvo Pato, el vecino y trasnochado amor de
Maureen. Por el contrario, ambos personajes principales se quedan ahí, siempre ahí,
dejando a su paso nada más que odio y resentimiento y la posibilidad de un tiempo
que ya no se podrá volver a vivir.
Ojalá pases media hora en el Cielo antes que el Diablo sepa que has
muerto. Dicho irlandés que asoma en uno de los cuadros que decoran el ambiente y
que hizo popularmente famoso Sidney Lumet en su muy buena película Antes que el
Diablo sepa que estás muerto. Utilizada como bendición, como expresión de deseo en
diversas ocasiones alegres, adquiere acá un nuevo sentido. Las personas que habitan
la historia no necesitan que el Diablo se anoticie de ellos para llevarlos al Infierno.
Ellos ya están ahí, viven ahí permanentemente y por triplicado. Porque Irlanda es un
infierno, porque su casa es un infierno y porque sus cabezas también lo son. La
relación que trazaron entre ambas es el infierno al que ellas mismas se confinaron
siendo la una el diablo de la otra. Su relación se tiraniza sin cuartel y aquella a quien
creíamos víctima pronto se vuelve victimaria. Sin embargo el miedo. Eso es lo que
verdaderamente se esconde detrás de ésa - ¿será de todas? - relación. Sino, ¿cómo
se explica que Madge no haya echado a su hija, la maltratadora? ¿Cómo se explica
que Maureen aún viva bajo el mismo techo que su madre, la tiránica? Porque
alternativas parecen haber. Se habla de dos hijas - dos hermanas - que por allí lejos
parecen no hacerse cargo de nada y se habla también de un asilo, algo que de una u
otra manera parecerían estar en condiciones de afrontar económicamente. Y sin
embargo allí se encuentran odiándose a viva voz. Especialmente fuerte las peleas
devenidas a partir de un supuesto acto sexual en que la hija le enrostra a la madre
haberse acostado con un hombre tal como si eso resultara una ofensa para una o un
símbolo de libertad para la otra.
El fruto no cae lejos del árbol. L. está conmovida. Afuera llueve como
seguramente llueva en Leenane, aquel pueblito del Oeste de Irlanda donde se
desarrolla la trama. Lo que acabamos de ver es un thriller intenso y violento. Con
grandes actuaciones - sobre todo la de Martha Lubos - que lo ponen a uno siempre a
tiro de pensar lo peor. Cuántas son las relaciones - ya ni hablemos de las familiares -
que se mantienen bajo una dinámica inmutable del odio y del rencor basadas
solamente en el miedo a la soledad, me pregunta mientras me da la mano. Me alegra
no tener miedo a estar sola, me alegra no haberte elegido en base a eso. Me alegra
que seamos libres es lo último que me dice antes de darme un beso. Ahora, por
suerte, nos espera una cena y después un cumpleaños. Todo vale con tal de borrar de
nuestra mente esa tremenda escena final en la que el menor de los Dooley le advierte
a una Maureen confinada a la mecedora: “Usted es igual que su madre”.