Una obra en el Cervantes automáticamente me despierta interés. Sin
embargo, esto puede revertirse si aquello que me espera, está escrito en
forma de monólogo. Así y todo, una obra que intente acercar al público la
sagaz concepción filosófica de Hanna Arendt sobre la Banalidad del Mal,
merece ser vista por todo aquel que se pregunta cómo y por qué las masas
actúan como lo hacen.
Me obligo. Una vez más frente a la hoja en blanco. El temor de quien escribe. Pero
por lo menos yo tengo materia prima. Tengo de qué hablar. Tengo que hablar de
una obra, de Las Benévolas. Una obra extraña en un horario extraño. Miércoles a
las 18hs. en el Cervantes. Por lo que salgo del trabajo - suspendo la clase quince
minutos antes -, me subo a la moto y acelero por Libertador. Me veo rodeado de
parques y frente al MNBA pienso cómo puede ser que Buenos Aires, quizá una de
las capitales más relevantes del mundo, tenga tan pocos espacios verdes. Tan baja
es la proporción incluso, como para ser la segunda peor de toda Latinoamérica
sólo por sobre Lima. Grafico: La Organización Mundial para la Salud recomienda
que cada habitante cuente - proporcionalmente - con una superficie de entre 10 y
15 metros cuadrados de espacio verde para vivir en un hábitat saludable. Buenos
Aires, esta hermosa Ciudad de la Furia la cual habitamos, dispone de sólo 6,2.
Somos cemento.
Una vez retiradas las entradas, me dispongo a esperar a L. Viene del trabajo y trae
puesta ropa mía que le presté esta mañana. Un buzo azul que ni a mí me quedaría
tan bien. La espero con una cerveza en la mano y disfrutando de los últimos rayos
antes de que el sol se oculte detrás de los mastodónticos edificios. Somos cemento.
Estamos en la sala Luisa Vehil y lo que intuyo pronto se volverá realidad. No me
llevo bien con los monólogos y los unipersonales. Es difícil que no me aburran. En
el teatro y en la vida real. La ausencia del Otro – aquello que lo niega – es lo que me
deprime. En oposición es la polifonía en el teatro y en la vida aquello que me atrae.
Sin embargo, frente a nosotros, un cuerpo en una silla. Está allí, quieto, desde que
se da sala hasta que se sienta el último espectador. Es el personaje del Puma Goity
y, a pesar de que no es un cuerpo en franca descomposición como el del personaje
de Luis Machín en Mar de Noche, me recuerda a él. Max Aue – el personaje de Goity
– es un ex integrante de las SS que se refugió en la Argentina como muchos otros
nazis en el período inmediato de posguerra y su porte es digno de aquel personaje:
recto y altivo, alto y de espalda ancha. De apariencia inquebrantable. También él es
cemento. Sin embargo algo ocurre y comienza a resquebrajarse. El pasado lo
persigue y él, a la vez que intenta huir del mismo, lo va recomponiendo para
nosotros, los espectadores. Pero atención, porque el pasado del que busca huir no
es el de agente de las SS, sino de otro. De hecho, es por este pasado por el cuál es
acosado insistentemente por las Furias – o Benévolas, según la mitología que
elijamos – reencarnadas en agentes de la GEOF. Pero, ¿por qué lo acosan sólo por
este motivo del cual no quiero develar nada y no lo hacen por su pasado como
colaborador nazi?
La Banalidad del Mal. La obra pareciera estar pensada con el único fin de
corporizar este concepto filosófico –una de las formas más originales para
interpretar el funcionamiento de la maquinaria nazi – ofreciéndolo de manera
didáctica a quien no estuviese familiarizado con él. Desarrollada por Hanna Arendt
en su libro Eichmann en Jerusalem, esta idea piensa el rol de los nazis, o al menos
de la gran mayoría de ellos, no como asesinos crueles o mentalmente enfermos,
sino como simples burócratas que cumplían órdenes o funciones asignadas por sus
superiores sin que jamás mediase la ética o la moral propia. De hecho, aunque
parezca una teoría simplista, varios experimentos a lo largo del siglo XX la
confirman. El más conocido de todos ellos fue el de Stanley Milgram. Para reforzar
este concepto, el personaje es construido también como un sujeto banal cuya vida
parece haber sido signada por un cúmulo de casualidades y causalidades. Sin
embargo hay un problema y es ahí donde me quiero detener. Como fue dicho, las
Furias – o Benévolas – no persiguen a Aue por su accionar durante la Guerra, sino
por otra situación también de gravedad. Al actuar de esta manera, por omisión,
parecieran, tanto ellas como el autor, avalar el discurso de defensa de Aue que no
es otro más que el mismo utilizado por Adolf Eichmann durante su juicio y al que
se remite Arendt. Semejante toma de posición sin el análisis profundo que merece
tal concepto podría ser fácilmente malinterpretado. La contraparte argumental
debería ser el mismo espectador, pero nada nos hace pensar que el espectador
medio esté preparado para cumplir esa función.
Salimos del teatro y todo esto me da vueltas en la cabeza. Pienso si por ser judío, si
por haber escuchado hablar de la Shoá infinitas veces, si por haber recibido una
educación sólo desde el ángulo de la víctima, soy tan estricto con este tema. Pero
me detengo en la esquina y miro una familia de indigentes, entre los que hay una
niña, comiendo pedazos de pan conseguidos como limosna en algún lugar,
mientras piden monedas a la gente que pasa a su lado sin prestarles la más mínima
atención. Entonces me digo no, quizá no sea tan estricto. Les doy un billete de cinco
y me dirijo a la moto donde L. ya me espera con el casco puesto.